Leonor Anaya
Hasta hace pocas décadas era difícil distinguir la escasa producción femenina de la masculina. Gracias a varios siglos de lucha, las mujeres han alcanzado el desarrollo personal y hoy su producción, cada vez mayor, responde a una visión de género en la que existe una preocupación por descubrir quiénes son, expresar su identidad y contar sus vivencias. Cuando la mujer se libera de la marginación de siglos a través de la creación artística, lo hace con una fuerza incontrolable.
En el caso de Leonor su preocupación no sólo es por la estética ni la técnica, sino por expresar lo que trae dentro. Unas veces sus mensajes son claros para el espectador, otras veces no, en el sentido oculto que le permite plasmar determinada forma, como en el caso de la infinita variación de zapatos que produce con obsesión. Se trata de una pesadilla en la que corría por el campo con un solo zapato persiguiendo la figura de su padre que había muerto. En la obra se aprecia sólo la forma, pero no se penetra en la historia psíquica de la artista.
Por contraste aparecen sus imágenes marinas en las que el lenguaje simbólico de las olas propicia una lectura poética fácilmente entendible. Como si se inspirara en los dientes de un tiburón, va colocando estas figuras de tonos grises y azules en continua formación.
Leonor tomó clases de dibujo y estudió grabado pero desde niña sus dedos adoraron la arcilla. Aprendió primero con una maestra americana chilena y por dos años con el maestro Kiychi Kishimoto, en Xalapa. Entra por un tiempo al taller de la ceramista Mariana Velázquez hasta que en 1993 construye su propio taller Neblina a las afueras de la capital de Veracruz.
Permanecerá hasta el 30 de enero de 2008